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NAVIDAD: TIEMPO DE RECUERDOS FELICES

Alejandro Mario Fonseca

Continuando con “los frutos de la pandemia”, estimado lector, hoy quiero comentarle mis recuerdos infantiles, que siempre vienen a mi mente cuando se acerca la Navidad.

Sucede que, gracias a la pandemia, también releí a Dostoievski. Y uno de sus cuentos, que había olvidado, El Heroecito, me conmovió y me recordó felices momentos de mi infancia.

Esta novelita, también conocida como El pequeño héroe, trata de un niño de once años que es invitado a una fiesta que duraría varios días en una casa de campo a las afueras de Moscú.

En esa fiesta una de las invitadas es una bella dama que no para de molestarlo, y él se siente atraído y se enamora de su amiga, llamada Madame M. Durante esos días de estancia en la finca, el joven niño ya atormentado y aburrido por la bella dama no para de observar a la dama y los tormentos que ella tiene con su marido y el la ayuda a escapar.

Así, el jovencito alguna que otra vez trata de hacérselas de héroe. Un día se sube a un caballo y consigue montarlo sin caerse (no lo había logrado nadie antes), y con esto se hace de más amigos. La bella dama no se mete más con él y el heroecito consigue su atención.

El niño estaba constantemente preocupado de los tormentos de la dama y un día a ella se le cae una carta, entonces el descubre que sus problemas se deben a los amores que se trae con uno de los invitados, un tal Monsieur N. Después de esto la señora regresa a Moscú y el niño no vuelve a saber nada de ella.

Léalo, es un cuento muy bello, que estoy seguro, le va a encantar. Lo cito como introducción a algo que me pasó, cuando siendo niño fui a visitar a la familia de mi mamá, precisamente en una Navidad.

Doña María de la Luz Martínez de Fonseca

María de la Luz Martínez de Fonseca era el nombre de mi madre. Tuvo seis hijos vivos, yo fui el segundo. Mi padre era proveedor, nunca falló, pero estaba poco en casa, así que ella se encargó de criarnos: todos salimos adelante.

Era originaria de Marín, Nuevo León, un pueblo pegado a Monterrey. Fue la hija número ocho de una familia de catorce hijos, la mitad hombres, la otra mitad mujeres.

Eran los años cuarenta, fines de los cuarenta, cuando todos los hermanos varones de mi madre se fueron de “mojados”, cruzaron el río Bravo y como pudieron llegaron a Houston. Fue paradójico que en pleno boom industrial del alemanismo se hayan visto forzados a ir en busca de trabajo digno al “otro lado”.

Quizás se debió a que Monterrey ya era una ciudad relativamente industrializada desde el porfiriato y la manufactura (acerera, papelera, tabacalera, etcétera) ya había madurado y estaba estancada, no crecía.

El hecho es que todos mis tíos maternos llegaron muy jóvenes a Houston (que en ese tiempo vivía un auge industrial basado en la petroquímica) en busca de empleo.

Se colocaron de meseros, de choferes y poco a poco fueron escalando mejores puestos de trabajo. A todos les fue bien, especialmente a mi tío Eugenio, el hermano mayor de mi madre.

Marín Nuevo León, Houston y El jardín de la tentación

Vienen a mi mente magníficas escenas de mi infancia en la tierra de mi madre. Algunas vacaciones escolares las pasábamos en Monterrey. Era toda una aventura ir a Marín y convivir con mis tías y primas, era un pueblo de mujeres.

A los diez años aprendí a montar, me acuerdo que el primer caballo que monté me tiró, pero aun así me volví a subir hasta que pude controlarlo. Parecido al Pequeño héroe de Dostoievski, porque dos de mis primas estaban presentes. Fueron mis años maravillosos.

Pero regresando a mis tíos. Como les decía a mi tío Eugenio le fue muy bien en Houston. Era un empresario natural que se metió a la comercialización de plantas curativas y se volvió millonario.

Sus remedios curativos naturales eran muy demandados principalmente por los mexicanos que ya eran un sector importante en Houston. Una de las últimas veces que lo vi fue (adivine usted, sí una Navidad) cuando vino a visitarnos a México en 1969. Yo estaba terminando la preparatoria y me invitó a irme a trabajar con él. Me dijo “estudia botánica y cuando termines te vienes a vivir a Houston allá te espera un gran futuro”.

Mi vida tomo otros derroteros, más enfocada a la docencia y la cultura. Valga la nostalgia, para referirme aquí, otra vez (sí, soy obsesivo) al “paraíso perdido”. El jardín de la tentación (Plantas que curan, plantas que matan y plantas que enamoran) un libro que me recuerda a mi tío Eugenio.

Se trata de un hermoso texto escrito por un periodista británico, David C. Stuart, que actualmente se dedica a la botánica. Todavía se puede conseguir esta encantadora edición publicada por Océano en el 2007. El libro está excelentemente ilustrado a todo color, vaya, se trata de una verdadera joya.

El jardín de los recuerdos

Con el paso del tiempo el ser humano ha buscado plantas por todo el mundo con diferentes fines: curar enfermedades, provocar amor y suscitar sueños hermosos. A lo largo de la historia el mundo de las plantas y el ser humano se han influido recíprocamente, de tal manera que esta relación ha llegado a ser muy compleja.

El jardín de la tentación no solamente incluye plantas milagrosas, bálsamos y pócimas, sino también aquellas de sorprendentes efectos, cuyo uso es de doble filo: las que relajan o excitan, las que cambian nuestro estado de ánimo, las que iluminan o inducen alucinaciones, y hasta aquellas que pueden curar o matar.

Si aquí en Cholula, otrora tierra de hermosos jardines y abundante agua, ya no podemos disfrutar de la enorme diversidad de plantas que en tiempos de la Colonia fueron tan apreciadas por los europeos, por lo menos dediquémosles un poco de atención y estudio.

Y ya para no cansarlo, concluyo: la Navidad, para un adulto mayor como yo, es el tiempo de los recuerdos felices. Usted no me dejará mentir, póngase a reflexionar sobre los momentos más felices de su vida y estoy seguro de que estos serán los de su niñez.

Ya de adultos sufrimos más porque la vida nos va enseñando que el mundo que nos tocó vivir también es injusto: la pobreza, la ignorancia y la desigualdad campean por todas partes.

Por ello es que la Navidad también es una oportunidad para disfrutar de la vida, recargar pilas y disponernos a enfrentar el nuevo año, que ya está en puerta, para hacer mejor las cosas.

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